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ISSN 1989-4163

NUMERO 67 - NOVIEMBRE 2015

Los Caballos de Pancho Villa

Edgard Cardoza

 

‘Y que les valga que ya andan muy cansados mis muchachos, que si no...’, me contaba mi abuelo el Coronel Melitón Arcángel que oyó decir al General Pancho Villa ya al final de su incursión a Columbus.

    En las casuchas y corrales aledaños, prosiguió, había realmente muy pocas cosas de valor: bacinicas de bronce, algunas (muy pocas) existencias de oro que fueron encontradas entre los escombros ya concluida la quemazón desfiguradas por el fuego, unas cuantas cabezas de ganado que no alcanzaron ni para el arranque, y aquellas muchachitas doradas por el sol, de carnes duras como potranca tresañera, todavía olorosas a leche, que quedaron -válgame Dios- con la honra enlodada en los potreros. Todavía cuando me acuerdo se me pone la carne de gallina, pobres niñas, pobres familias, que sin saber ni querer pagaron lo que no debían. Pero mi General Villa ese si que lo disfrutó, se sentía tan ufano cual si hubiera luchado de igual a igual contra un verdadero ejército bien pertrechado y numeroso en vez de aquella indefensa y sorprendida gente. Y es que para entonces, mi General se sentía (y estaba) verdaderamente acorralado, venía de derrota en derrota, las posiciones de Carranza y Obregón eran cada vez más firmes bajo el consentimiento de los gringos. Con lo de Columbus quiso matar dos pájaros de un tiro: vengarse de las afrentas norteamericanas y de paso echar a pelear a estos con sus odiados enemigos nacionales. Todos sabemos que su plan no resultó y que el columbiazo actuó en todos sentidos en su contra.

    El caso es que el Centauro Mayor estaba ahí entre humo, ruinas, cadáveres y honras perdidas, dicharachero, juguetón y hasta magnánimo con sus subalternos. Oye Melitón, me dijo, ¿qué te parece si en vez de caldo de res hacemos caldo de gringa?. No la amuele, mi General, perro no come perro, contesté. No te creas, a los malditos güeros ni hervidos me los paso, fue su conclusión.

    Y emprendimos el regreso. Iba alegre el hombre, contaba chistes malos que como siempre sólo un reducido grupo lograba oir, aunque de ley todos debíamos reírnos a carcajada limpia para no retar al destino. Nos platicaba también del titipuchal de viejas que habían montado su ‘relinchona’ -tal y como él llamaba a su brioso utensilio masculino- y allí el manual indicaba lo contrario: ponernos graves y solemnes porque era de las cosas que mi General tomaba en serio. Esos y otros secretitos me los pasó Rodolfo Fierro, y yo poco a poco los había ido regando entre la tropa. Más de uno había ya pagado con su vida el no haberse puesto a tono con el humor de mi General.  

    Se suponía que Fierro y este penco viejo que ahora soy, éramos los hombres de confianza de mi General Villa, pero eso no nos dispensaba de andar siempre al filo de la navaja. Nuestra única seguridad era que debíamos andar con pies de plomo para no caer de su gracia por cualquier babosada. Sigo vivo, me siguió contando el abuelo Melitón Arcángel, porque supe explotar oportunamente la mayor debilidad -o quizá obsesión- del famosísimo Pancho: los caballos. Siempre que tuve con él alguna situación comprometida, el tema de los caballos traído a colación en el momento justo me permitió seguir adelante, muchas veces hasta con apapacho de pilón. ‘Tu si eres de los míos’, me decía, ‘no como esta bola de burros que sólo saben de rebuznidos’.

    Hasta antes de Columbus, nuestras fuerzas humanas habían quedado reducidas a menos de la mitad original, pero a los trotones parecía que no existía poder sobre la tierra que lograra vencerlos: caían muertos sus dorados jinetes -bueno, dorados porque como no nos bañábamos muy seguido traíamos tanto polvo encima que hasta destellábamos con el sol- y los cuacos seguían tan orondos que a esas alturas ya quizá triplicaban en número a la cantidad de soldados aún vivos. Fierro y yo le habíamos aconsejado a mi General Villa (a pesar del consabido peligro que esto implicaba) deshacernos de los caballos vendiéndolos o hasta regalándolos, pero él insistía en que eran el verdadero patrimonio de la división y que sus jinetes, aún muertos, seguían desarrollando labores de combate aunque nosotros no lo notáramos.

    Mi General tenía fama de olvidadizo y en verdad que lo era. A la mayoría de sus oficiales los reconocía únicamente por sus apodos (el trompemula, el roncaquedo) o por sus defectos (el bizco Arteaga, el Capitán Orejas), y de la tropa ni se diga, eran los pelones, y un pelón gordo, chaparro, prieto y con ojos de chale era para él lo mismo que un pelón alto, fornido, blanco y de ojos claros. Pero con los caballos la cosa cambiaba, era capaz de distinguirlos uno de otro por minucias tales como una mancha blanca en una de las patas o algún lunar en el costado; ah no, las cabalgaduras más finas -esas sí- eran llamadas por su nombre: el rompemadres, la vuelacercas, el guitarrón, el sietevidas, la trotadora. Te lo aseguro, las pocas veces que el jefe pasaba revista a su ejército era con la única intención de saludar a sus cuatropatas.

     Lo cierto es que para esos tiempos, ya la estrella del hombre venía de bajada, pero yo siento que lo que hizo que su suerte -y la nuestra- se viniera totalmente a pique fue la barbaridad que hicimos en Columbus. En serio, casi desde el momento en que emprendimos el regreso ya nada salió bien: empezamos a reñir entre nosotros, la mayoría de las veces  con muerto de por medio. Mi General (que parecía de pronto haber sido ganado por la apatía) no lograba o no quería poner orden; y el colmo, a un ritmo mucho más acelerado al que nos matábamos por idioteces entre nosotros se fueron también muriendo los caballos sin causa lógica que lo justificara.

    Cuando llegamos a Chihuahua, éramos tan sólo una pequeña parvada de hambrientos y sedientos de a pie, pero arribábamos haciéndole honor a nuestro mote, tan asoleados íbamos, que nuestras pieles relumbraban como perol recién templado, entonces sí que fuimos “los dorados”. Sobre la repentina y -ahora sí- galopante extinción de los caballos, se manejó después la versión de que los jinetes muertos habían realizado al fin las labores de combate tan comentadas por el doradísimo Centauro Mayor, pero tragicómicamente en contra de su propia división, en justicia por la masacre de Columbus.

    También se dijo que los guerreros muertos se habían llevado a todos sus cuadrúpedos para señalar con herradura de fuego que la imagen de un centauro sobre las equinísimas espaldas de un caballo era, sencillamente, un despropósito.

 

Pancho Villa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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